Por lo general, hablar del envejecimiento suele resultar incómodo. En muchas ocasiones encuentro en sesión personas que una vez cumplidos los 60 años sienten una pequeña sensación de desesperanza. La sociedad relaciona el envejecimiento con la pérdida, la fragilidad, la enfermedad, pérdida de disfrute e incluso con la muerte. Sin embargo, si observamos dicha etapa desde otro enfoque, envejecer no debería verse únicamente como un proceso de deterioro, sino como una fase natural, inevitable e igual de valiosa que el resto de las fases de la existencia humana.
El paso del tiempo deja huella en cada uno de nosotros pudiéndose apreciar tanto a nivel físico como psicológico. Aparecen y se acentúan las “temidas” arrugas, se siente más cansancio y las rutinas requieren más tiempo y más pausas.
A nivel psicológico también suceden frecuentes cambios. Existen dos caras en la moneda del envejecimiento. Por un lado, están las personas que encuentran un sentido renovado. Se abren a nuevas actividades, dedican tiempo al autocuidado, fortalecen vínculos familiares, experimentan mayor serenidad, desarrollan la capacidad de relativizar los problemas y aprenden a priorizar y dar valor a lo verdaderamente importante.
Al mismo tiempo, en la cara opuesta, el envejecimiento se acompaña de diversos temores entre los que destacan el miedo a la pérdida de autonomía, la soledad o la sensación de no aportar nada a la sociedad una vez alcanzada la jubilación. Además, en esta etapa suelen aparecer los llamados “duelos” puesto que comienzan a darse pérdidas con más frecuencia (de pareja, de amistades, incluso de roles sociales).
Estos cambios emocionales son tan significativos como los físicos, pero por lo general no suelen dejarse ver con tanta facilidad. La vejez, psicológicamente, no es uniforme puede ser un terreno fértil para el crecimiento interior tanto como un desafío a la resiliencia.
El problema no es la vejez en sí, sino la mirada social hacia ella. Vivimos en una cultura obsesionada con la juventud, la rapidez y la belleza estandarizada. Eso deja a los adultos mayores en un lugar de invisibilidad, cuando en realidad son portadores de conocimiento y de historias que enriquecen a las nuevas generaciones.
¿A quién no le gusta disfrutar un ratito de los mayores de la familia para compartir anécdotas e historias de su juventud? El rechazo al envejecimiento, al final, es también un rechazo a reconocer que la vida tiene un final y que todos estamos destinados a la muerte.
Personalmente, creo que hablar de la vejez debería dejar de centrarse en el “ya no puedo” y abrirse al “todavía puedo”. Mientras estemos vivos se puede seguir haciendo todo aquello que de sentido a nuestra vida, independientemente de la edad que tengamos.
Envejecer, al fin y al cabo, no es un fracaso, sino un privilegio. Significa haber recorrido camino y tener la oportunidad de dejar huella en quienes vienen detrás. Y eso, más que un motivo de lamento, debería ser un motivo de orgullo.




